El aroma del café: prolegómenos al porvenir de la humanidad

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Hace una semana me encontré con un cuento de Juan Soch: “Los amos”.  O si el cuento me encontró a mí no lo sé, pero nos tuvimos uno al otro. El autor nos muestra tres personajes: Cristino, el peón oprimido, Pío, el propietario de la finca, y Herminia, la esposa de Don Pío. Cristino, hombre enfermo y cansado, es despedido de la finca por ser inútil a don Pío, pues no es capaz de brindar ningún derecho laboral a su trabajador: me sirves, te quedas; no me sirves, te vas.

Podemos imaginar a este hombre gastado, el buen Cristino, que se siente apenado por no poder ayudar a Pío, y comprende —según la lógica del mundo de la producción, en que la persona no vale sino el tener— que si no puede ordeñar las vacas y darles de comer o cuidar el ganado, es un estorbo y se tiene que marchar. Su estado físico no es el mejor: pómulos saltados, ojos hundidos, brazos descarnados, en fin, debilidad y enfermedad que son huéspedes de estos seres que se sacrifican para que unos pocos puedan tener todo y todos tengan poco. Triste realidad la del pobre Cristino, pero cabe recordar: que si uno está jodido puede estar peor. Así que se le ocurre al buen Cristino decir, con su característica bondad, “aquella vaca ya parió, no se vaya a perder el becerro”. El último instante que vivía en la finca quería ser útil brindando información, quizá si se mejoraba le volverían a contratar. Así que don Pío, bueno para sacar jugosos beneficios (dueño de los medios de producción) pero malo para la producción (fuerza de trabajo), no le dejó irse sin que fuera a traer la vaca y el becerro. Aunque don Cristino asintió, le dijo que iría ya que se mejorara, mas cuando la producción y la ambición están sobre la dignidad de las personas eso sale sobrando. Y don Pío pensando en lo trágico que sería perder un becerro, ordena a Cristino vaya por él: total no pasa de que un obrero se enferme o muera. Su mujer le dice para rematar: “¡Son unos malagradecidos! Todavía que uno les da trabajo”.

Y es, en este punto, donde no puedo seguir describiendo el cuento, porque ustedes se van a encabronar al igual que yo (y yo lo hice por segunda vez), ya que esa reacción puede suscitarse al ver lo inhumano que podemos volvernos los hombres con el otro hombre, mi hermano, por unos pesos más en el bolsillo. Pero bueno, es necesario cambiar de un tema a las cosas reales y no cuentitos que inútilmente nos hacen enfurecer. “Valiendo….”, regresémonos al cuentito mejor, que en las cosas reales no es un Cristino sino una multitud, la mayoría en el mundo son Cristino. Por ejemplo, sólo en nuestro estado, está Cristino en los Cabos, que espera el peso semanal durante la temporada alta, en la Paz los hombres que se vienen con ilusiones de algo más que el peso semanal a los campos de cultivo, los hombres del Vizcaíno que al ser despedidos de la finca (campos agrícolas) se refugian en los basureros, donde sólo falta que llegue el municipio y les cobre predial o, lo que es más factible y no lo dudo, llegue hacienda y les cobre impuestos: una verdadera patada en el culo.

En fin, la desafiante realidad de la opresión en s. XXI allí está, pero el café con su aroma ¿cómo diablos puede mejorar el rumbo de este mundo?  No necesariamente tiene que ser el café. Puede ser un saludo, una sonrisa, una palabra, una canción, pero se me ocurrió el café. De todas las “tontejadas” (buenas) que me pasan por la cabeza muchas no se me ocurren a mí, las observo y se las cuento a ustedes.

Esto de que el café puede cambiar al mundo se me ocurrió hace dos semanas: Ximena, pequeña alumna de secundaria, fue quien me inspiró peregrina idea. Siempre que anda fuera del salón sale caminando a encontrarme y, después de un muy educado saludo, me dice: “profesor, ¿me presta su taza de café?”. Ella con sus manos minúsculas toma el termo, cual tesoro valioso, acerca su nariz y huele el café, tras aspirar dice: “me encanta el aroma del café”. Vuelve a oler el café: baja los párpados, es en este momento, en que vuelve a oler el café,  que pierde la noción del tiempo y no sabe que tiene para pagar una alta colegiatura y otros no, retorna sobre sí misma sobre misteriosos recuerdos o recónditos pensamientos que le dibujan una ligera sonrisa, su sonrisa de inocencia que se pronuncia ligeramente hacia el lado izquierdo, mientras arquea un poco sus cejas, casi unidas mas no pobladas, y se vuelve humana, así a secas, sin etiquetas ni clase: no está ante un profesor, —no está ante alguien que otros de la estirpe de don Pío, pueden considerar como un sirviente de ellos y sus hijos, para eso nos dan el peso semanal—, está ante una persona que le permite vivir ese momento, sonreír desde adentro entre la multitud, mientras nadie lo hace o mientras le critican por oler el termo del profesor (pues ellos no saben si uno es de clase o no: si uno es de clase no hay problema, pero si no, entonces ¡qué asco rebajarse a tal grado de contacto!).

Ese contacto se me ocurre como la inocente y natural relación de una persona con otra, antes de que nos enseñen tantas “tontejadas” (dañinas) como lo que es tener y no tener, la diferencia entre patrón y asalariado, entre gobernado y gobernante, entre pueblo y representante del pueblo, entre ovejas y pastor, entre autoridad y súbdito. Porque en la lógica de los “tontejos” maliciosos las cosas van “patas para arriba”. Esa sonrisa y ese contacto humano se convierte en un peligro para el credo neoliberal, con su salvaje y rapaz manera de oprimir a la mayoría, para que el “éxito, liderazgo, dinero, excelencia” y otras palabras sagradas, sean removidas de ese primer plano en que se les ha colocado, y así poner la plenitud de la persona en un primer plano: ser uno mismo, estar en relación con el otro y dejar de lado todas las “tontejadas” que la sociedad nos impone para hacernos creer que somos felices. Esa sonrisa inocente es creadora de mala conciencia: nos damos cuenta de que si respetamos al otro en su inviolable dignidad (sobre todo a los más olvidados del credo capitalista) todo nos inicia a valer madre: no importa perder un becerro, mientras no se pierda un hermano. Y surge la mala conciencia. Los empresarios pueden decir: “perderé algunas ganancias, dando un salario justo, no evadiendo los impuestos ni dando de alta ante el seguro social con un mínimo y dando lo extra en bonos, etc.”. El gobernante dirá: “¡pero qué chingados!, toda mi vida he vivido con escamas en mis ojos, pensaba que yo tenía privilegios, que podía vivir del pueblo y jamás preocuparme de otra cosa que no fuera mi personal progreso. Pero no, me doy cuenta que soy sirviente del pueblo y estoy para servir los intereses del pueblo, que si mis salarios son una ofensa para el pueblo que muere de hambre, por eso he de renunciar a ello y a otros “pequeños” privilegios que tenemos los funcionarios”. Y no digo lo que pensarían los curas, porque entonces sí me voy a encabronar, pero el Papa Francisco ya está haciendo lo suyo en este sentido.

Dirán ustedes que con estos pensamientos se han dado cuenta que ahora fumé algo más que tabaco, pero no es así. Se trata de una convicción: el día que los hombres y mujeres  nos sintamos demasiado humanos como para que nos valga madres los valores de la “sociedad” y sus invitaciones a chingarnos los unos a los otros, ese día que aprendamos a sonreír desde dentro por el hecho de existir y disfrutar la realidad, que tomemos conciencia que quien nos rodea son nuestros iguales (nadie debajo), que nada hay más valioso que la persona humana (más que el dinero, las cosas, las etiquetas, etc.) y que somos responsables de la suerte del otro, ese día podrán decir los gobernantes, los empleadores, los pastores, y los que están arriba: que la autoridad es servicio a la comunidad y no privilegio de mandar, mucho menos oportunidad de hacer fortuna. ¿A qué le tiro cuando sueño? A otro mundo posible, a un México mejor, a que la justicia deje de ser discurso y sea realidad, sobre todo, que “Cristino” tenga lugar como humano y derecho a algo más que sobrevivir, que pueda disfrutar del café, del arte, de un buen libro, de una fiesta en la finca o cosas tan triviales y tan humanas que hemos dejado de lado. Es cierto, quizá hoy soñé demasiado, pero dice el poeta: “La vida es sueño, y los sueños, sueños son” (Calderón de la Barca).

El autor estudio Filosofía en el Seminario de Tijuana

Puedes seguirlo en https://www.facebook.com/jmezaperalta?ref=tn_tnmn


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José Roberto Flores
Invitado
José Roberto Flores
10 años hace

Muy interesante reflexión, da gusto saber que hay otros, y no sólo en el mundo, si no en nuestro mismo círculo social, que son también “soñadores» o “idealistas». Si el mundo tuviera más Quijotes, diría mi profesora de literatura, el mundo seguramente podría mejorar. Pero como lo dice en su columna, que nuestros sueños no sean discursos, si no realidades, acciones. Me dio un muy agradable sentimiento saber que hay otros que se atreven a creer que nuestro México, nuestra sociedad, puede mejorar.

ISIDRO AMORA
Invitado
ISIDRO AMORA
10 años hace

MUY BUENA COLUMNA DA GUSTO SABER QUE TENEMOS BUENOS ESCRITORES EN BAJA CALIFORNIA SUR

Daniel Meza
Invitado
Daniel Meza
10 años hace

es todo pariente, siga así 😉

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