El día que Biel lloró

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La constante sed que llega en cada momento del día, y no los jueves en la tarde como es su costumbre, es un certero indicador de que el verano ya está llegando a su cúspide. Esta sed sorprendente y constante me extravió de las ideas que iba a escribir hoy, pero me recordó la historia trágica del día en que el jumento Biel Lloró. La primavera había quedado atrás con su refrescante renacer de la vida y el hálito de renovación que nos brinda. Sin embargo, para el gran borrico nunca era así. Tenía otra virtud: era un “sabedor” de las cosas filosóficas, y no sólo filosofía, sino también latín y griego clásico. Lo aprendió en los innumerables viajes que realizó con un jesuita que había desafiado la orden de expulsión y se quedó en la Baja California, evangelizando de San Regis a San Borja. Además sus 150 años y 9 meses habían forjado un gran conocimiento empírico.

Para Biel había pasado la primavera, pero no el impulso vital que mueve a estos conocidos animales durante esta estación en que florece la vida. En su territorio de las Ciénegas saladas, no había cambio de estación: desafiaba el ciclo de la naturaleza y el adagio filosófico “según el cual todo cambia” (Heráclito). Este burro fue en algún tiempo seguidor de Parménides, pues, fundado en la fuerza de ley que tiene la costumbre, llegó a afirmar que tenía razón el filósofo cuando afirmaba que “el ser es inmutable”, pues inmunes al cambio habían sido sus impulsos de posesionarse de toda hembra que pisaba las Ciénegas saladas, pero ya hacía unas décadas de eso. Y si hoy lo seguía afirmando no era mera presunción, pues después de ser un prolífero propagador de su especie, la ley de la costumbre fue vencida por una ley mayor: la gravedad y la de los años. Pero su impulso seguía intacto, aunque su cuerpo no respondiera ya al deseo de su juventud. Así superaba el dilema de los grandes griegos: hay cosas que cambian y cosas que no.

Cierto día se hallaba pastando junto a un jumento que era su nieto: Empédocles le habían llamado, por su afición a la filosofía y al vino, elixir de los dioses que se propinaba cada ocasión que encontraba oportunidad. Su abrevadero de este elixir era una casa cercana a las Ciénegas saladas, a las afueras del pueblo. El señor de la casa daba su ración semanal de vino al jumento, pero cuando este se descuidaba metía la cabeza por una ventana a la bodega del vino, y aprovechaba una manguera insertada en los garrafones de vino, y le servía al joven borricón como sorbete. Tenía ya dos días que no dejaba el elixir y le dijo a su abuelo que, en ese preciso momento en que iniciaban a pastar, la vista se le había nublado y era como si el sol desapareciera del horizonte. Biel, conocedor del vino y sus efectos, y también de los signos de la realidad, le recomendó no temer el vino, pues le demostró con muchos argumentos, desde Hipócrates a Charles Bukowski, que el  vino sólo es causa de alegría. En cambio le pidió encarecidamente que temiera las parvadas de palomas que nublan el  horizonte, porque esas sí son augurio de un infortunio.

Y es que no era el vino, sino una parvada lo que tornó en tinieblas las Ciénegas saladas a las tres de la tarde. Habían volado desde el norte, como huyendo del pueblo. Los años le habían enseñado a Biel que una parvada no vuela a las tres de la tarde hacia el sur, sino como a las cinco y hacia el este para refugiarse en las montañas. Mientras duraba este horizonte oscuro se percataron los dos jumentos que Asnaís, joven y hermosa burra, era irradiada por un rayo de luz que atravesaba esta parvada. De hecho, no era un vuelo cualquiera, sino que volaban en círculo alrededor de Asnaís, formando por encima de ella algo muy parecido al ojo de un huracán por donde entraba la luz. La aparición fue como una epifanía que provocó en Biel un suspiro y un rebuzno melancólico al dejar de retener la respiración.

La causa de este suspiro no lo sabía ni Empédocles, sólo ella y el abuelo. Pues por bondad enorme de Asnaís, y en reverencia hacia el mayor de los jumentos y más sabio, había en ella una especie de atracción por la sabiduría y experiencia de Biel, una especie de amor inconfesado y complicidad benévola. Ella era la única que, sabiendo la incapacidad física del antiguo verraco, veía con el corazón su impulso, todavía joven e intacto, en el interior de Biel. Por ello le permitía ser su único macho, y hasta permitía que intentara la unión cada tercer día, aunque sólo fuera exterior y en apariencia. Esto alegraba el corazón de Biel: había una hermosa burra que daba sentido a su vida. Y alegraba el corazón de ella: había alguien a quien hacía feliz y eso daba sentido a su vida. Mientras esos pensamientos y secretos inconfesados pasaban del corazón a la memoria, sus orejas descuidadas no se percataron de que el cielo había recuperado su claridad, y el horizonte ya no estaba en tinieblas, pues la parvada se había desvanecido como la tenue brisa matutina que recorre esas Ciénegas. Pudieron ver con claridad a Asnaís en la orilla de la poza mayor, con sus crines onduladas por el viento. Pero las distracciones del amor suelen ser un tropiezo ante las desgracias. La parvada de palomas volando en forma de tormenta, no era signo de una catástrofe ambiental, si no la cercanía del señor Noel.

Noel era un “filoborrico” (literalmente amante de los burros, pero es un neologismo dado a los cazadores furtivos de burros). Era el más afamado y certero en estos menesteres. Su fama la ganó en una sola tarde, cuando había logrado cazar cincuentas burros con un solo cuchillo, el cual terminó tan gastado que al final de la faena era del tamaño de una navaja de afeitar. Pero tenía un arma más temible: su brazo adaptado a unas ligas y resortes por su tío Tiburcio le hacían capaz de lanzar una piedra a 330 kilómetros por hora.

El día en que las palomas volaron sobre Asnaís, enfocaron sobre ella un rayo de luz, como presentándola a Noel para verse estas palomas libres de esa amenaza: el llevaba las ligas adaptadas. Al verla, en cuestión de segundos, lanzó su poderoso tiro y acertó con su mortífero guijarro en la sien de Asnaís, la cual se desvaneció ante los ojos de Biel. Junto con ella se desvaneció su vida, y en ese momento una lágrima transparente desbordó los límites del párpado, rodó por sus quijadas y  no goteaba sino que era un hilo sin interrupción. Suspirando le dijo a su nieto: “he de morir, así de fácil y así de tonto, pero sin amor no puedo vivir. Ninguna burra me quiere ya, y la que me amaba acaba de serme arrebatada”. No había terminado de decir eso cuando, en un suspiro con quince escalas, expiró. Empedócles fue el que vivió para contarla. Vio cómo de los ojos de Biel seguían saliendo lágrimas límpidas y transparentes a borbotones, y, en un pequeño camino que subía y bajaba los accidentes del terreno, las lágrimas iban dejando tras de sí enorme vida: las plantas florecían y las cactáceas, por una especie de homenaje a la vida y al amor, en lugar de dar flores rojas dieron flores amarillas. Las lágrimas envolvieron a Asnaís y la llevaron con honores al mar que estaba a dos leguas de las Ciénegas saladas. Cuando Asnaís llegó al mar las lágrimas cesaron porque en ellas y con ellas se había ido la esperanza, el sentido de la vida y el amor.

Ahora que cuento la historia también una furtiva lágrima asoma a la ventana de mis ojos, aunque no deja tras de sí más que una ardorosa y salada marca, quizá después de esta lágrima que corre no surge la vida en abundancia porque uno no ha vivido tanto ni tampoco ha amado lo suficiente. Pero todos, si por algo nos mantenemos en la existencia, tenemos una Asnaís que nos da sentido, esa figura de lo que nos da esperanza, fuerzas en la vida, un por qué a lo que hacemos y vivimos. Quizá a algunos nos arranque esa lágrima la vida política del país, una iglesia afanada en el poder y vetustas tradiciones, una secretaria de estudios que va por un rumbo incierto y sin esperanzas, nuestro pueblo que tiene una pasión futbolera pero apatía política, o  un ser querido que se fue, un amor desventurado o contrariado; sin embargo, nadie tiene el derecho de identificar esa lágrima con el acabose de una existencia, a menos que tras esa lágrima surja y se renueve la vida, el amor, la amistad, la esperanza y la justicia para los que en esta vida siguen y seguirán viviendo para contarla a los que siguen.


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Jorge Meza Peralta
Invitado
Jorge Meza Peralta
9 años hace

Fe de erratas: dice «cincuentas» y debe decir cincuenta.. dice «secretaria» de estudios y es secretaría…

Daniel Meza
Invitado
Daniel Meza
9 años hace

muy buen articulo pariente 😉

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